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El pensamiento milagroso, comienzan a infiltrártelo desde que naces, con eso de que el 25 de diciembre aparecen a lado de la cama unos regalos que dejó Dios.
Dios, porque no te dicen que es un viejo del Polo Norte (menos mal), sino el Niño Jesús.
Querido Niño Jesús, ponía uno en la carta. La carta que uno le escribía al Niño que después ve Hombre, cargando la cruz en Semana Santa, y a lo largo de la vida, sangrando en iglesias.
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Como bien se sabe, una vez que uno se dormía, entraba un familiar y dejaba los regalos al lado de la cama. Uno se levantaba en la mañana y ahí estaba: un fenómeno sobrenatural, como parte de la cotidianidad navideña.
Era ilusionismo puro, pero el resultado era el de cualquier milagro: la comprobación (ilusión de comprobación) material de un relato sostenido por la fe.
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Febres, vivo, hacía milagros como el del 25. Utilizaba métodos parecidos, aunque más que en el método, el ilusionismo estaba en su entonación.
La única vez que intervino propiamente en un milagro del 25, lo hizo vía telefónica. Él estaba en Caracas, en la 26, y yo en Puerto Píritu. Apenas me pasaron la llamada lo escuché: cuño, no sabes que el Niño Jesús también pasó por acá. Y pasó a contar cómo lo escucha, cómo oye ruidos en el jardín, y cuando se asoma a la ventana ve que ya entraron a la casa.
Baja corriendo las escaleras, escucha la puerta cerrarse, pasos que salen. Y se queda tranquilo -dice- cuando ve que hay juguetes en el árbol, porque sabe que fue Él.
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En Caracas, abiertos los regalos de ese 25, Febres repite la narración, sin contradecirse. Y agrega detalles: el sonido de las campanitas de la puerta, un hilo brillante en el cielo cuando sale a la calle a ver si lo ve.
A medida que narra, vamos a cada lugar de la casa donde se desarrolla la acción. El relato me lo cuenta, desde el punto de vista que él había presenciado todo.
Poco me acuerdo de los regalos de ese 25.
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El milagro que más repitió fue uno que formaba parte de nuestra rutina en las tardes que yo pasaba en la 26. Yo escucho el Escarabajo una cuadra antes, corro, lo espero subido a las rejas, lo acompaño a comer y subimos al cuchitril.
Un taller de carpintería, es el cuchitril. Febres abre el candado de la puerta de contraenchapado, prende la luz, cierra los ojos, mueve las manos con ondulaciones y con el ceño fruncido dice: préndete, radiecito, préndete.
Y a los segundos va entrando en fade in Radio Rumbos.
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El radio es un radio de tubos, que está siempre encendido encima de la puerta, pero una pequeña palanquita, que está abajo, en la pared izquierda, interrumpe la alimentación eléctrica. Cuando entramos, antes de prender la luz, Febres mueve la palanquita y mientras se calientan los tubos que harán entrar el sonido, hace el movimiento ondulante de manos y dice las palabras.
Préndete, radiecito, préndete.
Yo a veces reacciono con euforia y a veces con alivio de que el milagro siga funcionando. Y otras veces le insisto en que me enseñe a hacerlo y él dice serísimo que no se puede.
A Febres le gustaba tensar la cuerda.
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En ese milagro y en el del 25, la cuerda se tensaba cuando la materia se correspondía con sus palabras. Pero a veces eran solo las palabras. Palabras simples.
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Miguel Ángel y yo jugamos en el cuarto. Febres se asoma. ¡Vénganse! Acompáñenme a La Palmita. Hay que matar un tigre.
La 26 está en la penúltima avenida antes de la autopista y el cerro Ávila, y la última es La Palmita. Lo del tigre, aunque poco probable no suena tan lejano. Hemos visto rabipelados, culebras y monos en las afueras del cuchitril. Así que nos montamos en el Escarabajo, no jugando a que nos montamos en el Escarabajo para ir a matar un tigre, sino yendo a matar un tigre en el Escarabajo.
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Febres se estaciona frente a una casa. Habla con un vecino (de aguas y derrumbes de la quinta que está arriba del patio de la 26, seguramente). Al montarse en el carro dice, preocupado: parece que se escapó para el cerro, pero la próxima vez que venga lo matan.
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Volvemos a la 26, y la prueba de que estuvimos cazando un tigre no es una flor, sino las armas que llevamos: una espada azul de plástico, una gris con la silueta de un león en un círculo rojo, un revólver, una automática y una ametralladora Uzi.
Inolvidable el olor a sangre de tigre que había en el carro.
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El primer amigo imaginario que recuerdo fue inventado por Febres: el negrito Caraota.
Yo estaba acostumbrado a que antes de dormir Pp o Mercedes me leyeran un cuento.
Cuando me quedaba con Febres, él en lugar de leer, inventaba. Alguna aventura de Caraota. Entonces yo me dormía oyendo viajes, excursiones al río, y situaciones fabulescas con animales que Febres improvisaba, y en las que invariablemente el protagonista era Caraota (quien no tardó en convertirse también en coprotagonista de las aventuras que yo mismo me contaba).
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Con Caraota hubo dos milagros. El primero fue con el método de la entonación.
Estoy de vacaciones, así que llego a la 26 con Pp del trabajo, cuando Febres ya está en la casa. En la cocina está comiendo. Nos damos nuestro abrazo de medio lado y de pegar las frentes, y con la boca llena arquea las cejas y saca no sé de dónde un librito de cuentos muy delgado. En la portada hay un muy negro, al volante de un jeep sin techo, y otro más blanco que va en el copiloto. Recorren una selva africana. Tienen rifles, y la historia del librito es que van a cazar un tigre.
Ve, me dice. El negrito Caraota.
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El segundo milagro de Caraota no tuvo método ni entonación. Sencillamente pasó, y solo cuando Febres comenzó a hacer milagros después de muerto, entendí este e vida: una noche Pp me deja en casa de Mercedes. En el pasillo, camino a mi departamento, PB-2, está abierta la puerta del 4, donde vive la amiga Diana, y adentro está Mercedes. Con ellas está Carlos, un hombre negro, de barba, con quien hablo largamente. Me cuenta que tiene un programa de radio para niños, que hacen los niños, y cuando salgo de ahí siento que es el primer adulto del que me quiero hacer amigo.
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Poco menos de un año después de eso, Mercedes me cuenta: tengo novio. Entraba a la familia el mejor amigo posible, que me mete a actuar en un escenario, con un pañuelo rojo que simulaba la herida, el monólogo de Mercucio, herido por la peste de las familias enemigas. Es él también el primero en leerme a Borges: los Animales de los espejos, un brevísimo texto que le da las primeras formas a mi relación con los espectros.
Si Febres era el que me llevaba esa tarde al edificio Urdaneta, seguro me decía: ve, el negrito Car-aota.
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El primer milagro de Febres después de muerto en que dejó su nombre ocurrió en 2004, cuando en la misma autopista que pasaba sobre la 26 casi dejo pegada de la pared de un túnel mi vida junto a la de mi novia en esos días.
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Ella llega de San Cristóbal, donde vive su familia. Yo la voy a buscar, en la madrugada, a la Bandera, en el Escarabajo. Vamos a su casa, cojemos. Vamos a la mía, comemos, volvemos a cojer. Se nos hace tarde, y hay que ir a Altamira, a hacer una diligencia, y después a clases. Pero no salimos sino que volvemos a cojer.
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Ahora sí, vamos lo más rápido que podemos . Lo logramos. Llegamos en tiempo récord. De regreso, me siento un gran piloto, así que cuando dudo antes de un cruce, rectifico con osadía circense para no tener que dar ninguna vuelta. Ya me he olvidado por completo del mantra que ha estado repitiendo Pp, desde hace un par de semanas, que empecé a usar el carro: anda con cuidado, que tiene los frenos largos; anda con cuidado, que tiene los frenos largos, anda con
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Sé que perdí el control apenas entro en la curva, que es en bajada, y tiene un túnel. Ay coño, digo, y sujeto el volante con las dos manos. El carro se desliza con fuerza centrífuga (supongo; reconstruimos) y por inercia se encaraman una o dos ruedas delanteras en la pared de costado. La fuerza de la vuelta vence el techo convexo del escarabajo y el carro llega a estar ruedas arriba, aunque luego se devuelve y queda apoyado sobre la puerta del copiloto.
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No hay sangre. Estamos vivos. Lorena respira. Yo también. Abro la puerta. Salgo. La ayudo a salir a ella. Apenas pone los pies en la tierra, comienza a gritar, a intervalos cortos. ¡Aaaaaaaaaaah!, ¡aaaaaaaaaahhh!, ¡aaaaaaaaahhhh!. Alrededor, todo tiene que ver con nosotros, con la escena.
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Un riíto de de gasolina marca la trayectoria del Escarabajo amarillo, como si fuera un insecto, que caminó hasta la muerte, empapado de sheltox. Después de la entrada del túnel, la cola de carros crece segundo a segundo. De la montaña, bajan uno, dos, tres indigentes. Un tipo grita, intercalando los intervalos de Lorena: ¡Esa niña está en shock, esa niña está en shock, esa niña está en shock, atiéndanla que está en shock! Yo : ¡cálmese usted, coño, que la va a poner más nerviosa! ¡Un celular es lo que necesito, quién me presta un celular!
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La calma aparece en forma de susto, cuando el dueño del Lada que tuvo que clavar los frenos cuando nosotros chocamos para no multiplicar los estrellamientos me pasa un celular que en la pantalla tiene el nombre de Febres, el dueño del carro: Eduardo.
Como si dijera: Ve, Eduardo, soy yo, Eduardo, ve, Eduardo, aquí estoy, carajito, por eso no te pasó nada.
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Pocas cosas le gustaban más que llevarse prestada a la casa, de la tienda de electrodomésticos, alguna novedad apenas llegaba: así conocimos el VHS, el Atari 2600, el Nintendo, el Compact Disc... Cuando Febres se suicidó, no era posible imaginarse que en diez años iban a existir esas capillas virtuales que se arman hoy en Facebook, cuando el doble de un muerto sigue recibiendo mensajes de dobles de vivos, y sin embargo todos los milagros de muerto en que dejó su nombre y que yo pude detectar, fueron a través de aparatos.
(No por nada escribió su nota de suicidio en una tarjeta para perforadora de fichas IBM.)
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La primera es esa tarde, en que los primeros signos que veo, al salir de la orillita de la vida en un accidente espectacular a bordo de su Escarabajo amarillo, son los que arman su nombre de pila y el mío, en una pantalla de celular.
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La segunda es otra tarde, en que por primera vez (movilizado por la vanidad y la megalomanía disparadas, tras comprobar que sentado a la mesa con la muerte puedo escribir bien), me gugleo, y quien aparece es él, cargando a sus espaldas con ocho siglos de apellido mutilado.
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La tercera ocurre una mañana, y aunque quizá más sutil, es la primera que baja de las señales, y se imprime.
Yo, después de que ese camino de vanidad y megalomanía me han llevado a convencerme de que mi firma y mi escritura debían ser usadas para vender, y vender caro, llego a Argentina, a profesionalizarme como periodista en el periódico más prestigioso, mejor escrito, y más reaccionario, proyanqui y cómplice de genocidio del país.
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La profesionalización se hace en un aula que simula una sala de redacción, y está en el mismo edificio donde está el periódico. Es un edificio de los llamados inteligentes, y para entrar a clases hace falta una credencial, con algún tipo de inscripción electrónica, que es leída por los torniquetes en la entrada a los ascensores, para dejarlo a uno entrar.
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Las primeras semanas de la profesionalización, todos los días tenemos que llegar minutos antes, a pedir una credencial provisional, para lo cual se hacen colas no poco molestas. La burocracia empresarial hace que las credenciales oficiales demoren un tiempo diferente para cada estudiante, y la mía es una de las últimas en salir.
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Cuando me dan la credencial, aparece otra vez Febres, ahora como elipsis: está mi fotografía encima del nombre: “Eduardo Muñoz”. Un error en el sistema deja solo con el apellido materno a un irreconocible Nocordero, con barbita de candado y mirada arrogante, bajo la rúbrica del diario histórico de la oligarquía argentina..
Casi puedo verlo: en la sala de máquinas que imprime las credenciales, Febres mueve secretamente una palanquita, como la que activaba la radio de tubos en el cuchitril. No estoy con él para que me haga señas, ni me diga nada. Pero no hace falta. Nada habla y hace más señas en este milagro que los signos que el azar borró:
Préndete, carajito, que tan adentro del monstruo no te voy a cuidar.